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Alcohólicos Anónimos® es una comunidad de hombres y mujeres que comparten su mutua experiencia, fortaleza y esperanza para resolver su problema común y ayudar a otros a recuperarse del alcoholismo.

• El único requisito para ser miembro de A.A. es el deseo de dejar la bebida. Para ser miembro de A.A. no se pagan honorarios ni cuotas; nos mantenemos con nuestras propias contribuciones.
• A.A. no está afiliada a ninguna secta, religión, partido político, organización o institución alguna; no desea intervenir en controversias; no respalda ni se opone a ninguna causa.
• Nuestro objetivo primordial es mantenernos sobrios y ayudar a otros alcohólicos a alcanzar el estado de sobriedad.

¿Se cree usted diferente?

Muchos de nosotros nos consideramos diferentes

“En mi caso, A.A. no surtirá efecto. He llegado a tal punto que no tengo remedio.” “Es bueno para aquella gente, pero yo soy presidente de la Asociación de Padres y Maestros.” Soy demasiado viejo. Demasiado joven. No soy lo suficientemente religioso. Soy homosexual. Soy un profesional. Soy judío. Soy clérigo. Soy demasiado inteligente. No estoy suficientemente educado.

En este mismo momento, gente de todas partes del mundo se está diciendo que en su propio caso A.A. probablemente no funcionará, debido a alguna o varias de estas razones. Tal vez usted sea uno de ellos.

Nosotros los A.A. creemos que el alcoholismo es una enfermedad que no respeta la edad, ni el sexo, credo, raza, condición económica, profesión o educación. Escoge sus víctimas al azar. Nuestra experiencia parece indicar que cualquier persona puede ser un alcohólico. Y sin duda, cualquier persona que desea dejar de beber es bienvenida en A.A.

Nuestro co-fundador Bill W., contando la historia de los primeros días de A.A., escribió:

“Al principio pasaron cuatro años antes de que A.A. llevara la sobriedad permanente tan solo a una mujer alcohólica. Como aquellos del ‘alto fondo’, las mujeres decían que eran diferentes; A.A. no podía ayudarles. No obstante, al irse perfeccionando la comunicación, debido principalmente a las mujeres, la situación fue cambiando.

“Este proceso de identificación y transmisión ha seguido”, dijo Bill. El borracho de fondo bajo decía que él era diferente. Dicen lo mismo los jóvenes, los artistas, los banqueros, los agnósticos, los soldados veteranos y los presos.

“Sin embargo, hoy en día, toda esta gente, y otros muchos más, hablan de lo mucho que nos parecemos todos los alcohólicos, en cuanto reconocemos la urgencia de la situación.”

En las historias que aparecen a continuación, puede que usted encuentre a hombres o mujeres que, respecto a su raza, edad, preferencia sexual o cualquier otra condición, se le parecen. Llegaron a A.A. y descubrieron que A.A. funcionaba para ellos tan eficazmente como había funcionado para centenares de miles de personas que nos consideramos “diferentes”. Encontramos ayuda, y amistades con quienes pudimos identificarnos y compartir nuestras experiencias.
Ya no estamos solos.

Me llamo Gloria y soy alcohólica (negra)

Hace poco tiempo, tuve una cita con una amiga de A.A. en una reunión muy concurrida. En cuanto llegó, caminó directamente a través de la muchedumbre hasta donde yo me encontraba. La sala estaba llena de gente y me sorprendió que ella me viera tan rápidamente. Cuando le pregunté al respecto, me dijo simplemente que me había reconocido inmediatamente, sin más detalle.

Tuvo que pasar una hora antes de que me diera cuenta repentinamente —en mitad de la reunión— del porqué. Me reconoció porque yo era una de las tres negras presentes en aquella sala atestada de gente. Con mi piel negra y mi peinado afro — ¡y me preguntaba cómo me había podido reconocer tan rápidamente!

Puede que esta historia no te parezca gran cosa — pero para mí significa algo fantástico. Cuando llegué por primera vez a A.A., hace unos 14 años, me encontré en un grupo de gente en su mayor parte blanca, y en aquel entonces me sentía verdaderamente distinta. No tenía problema mientras estábamos hablando de mantenernos sobrios, pero cuando comenzaban a hablar sobre qué peluquero las peinaba o algo así, me sentía totalmente perdida. Recuerdo una reunión en donde la primera dama dijo que se había ido a Europa y vendido algunas acciones durante una laguna mental, y la segunda dijo que había pasado un día horrible, por haber extraviado sus entradas para un concierto de la sinfónica. Me pregunté si me había equivocado de lugar.

Tomé mi primer trago cuando tenía 15 años. Un hombre me dijo que me daría dos dólares si le preparaba el desayuno, y lo hice. Entonces me dio un poco de whisky. Me hizo sentir muy bien. Hasta entonces, siempre me había sentido muy mal, incómoda con la gente que me rodeaba. Bueno, pues, muy pronto descubrí que el hombre quería algo más que un desayuno. Me escapé del apuro, pero llevando conmigo un sabor que me acompañaría durante muchos años.

En mi hogar había sido bastante infeliz. Era una casa tranquila. Nadie bebía mucho, y mis padres eran muy religiosos. Tenía una hermana que, según decían todos, era más linda que yo; y recuerdo que me ponía enferma a propósito, para que mi madre me prestara atención. Pero cuando tenía la botella conmigo, cuando estaba bebiendo, me sentía buena, hermosa y amada — al menos por un rato.

Seguía haciéndolo, a pesar de ponerme enferma casi siempre que bebía. Al poco tiempo, me convencí de que necesitaba el alcohol para funcionar. Estaba segura de que la bebida me ayudaba a escribir a máquina más rápidamente. Durante los descansos para tomar café, me iba furtivamente de la oficina a tomarme un cóctel — esto pronto lo cambié por un cuarto de litro. Cada fin de semana me cogía una borrachera, y el domingo por la noche me encontraba tirada en el suelo, sin sentido.

Un día, por fin, no pude más. Llamé a una muchacha blanca que trabajaba en mi oficina y que una vez me había mostrado un folleto de A.A., después de haberme descubierto vomitando en el servicio. Desde aquel momento, la había odiado pero llegó finalmente el día en que estuve lista para empezar a aprender a no beber.

Me dijo dónde se reunía su grupo y que si quería asistir, podríamos citarnos en la reunión. Le dije que sí, pero cuando me enteré de que tenía lugar en el sótano de una iglesia, casi cambié de idea. Hacía mucho tiempo que no había estado en una iglesia, y me imaginaba que cualquier grupo que se reuniera en el sótano de una iglesia tendría que ser desastroso. Pero estaba gravemente enferma. Hacía tres días que no había podido comer más que un consomé; al llegar el día de la reunión logré tragar un poco de sopa de pollo. Así es que fui. ¿A dónde más podía dirigirme?

Como ya he dicho, A.A. me atrajo inmediatamente; no obstante, durante un tiempo me sentí “diferente”. Aunque la mayoría de los miembros del grupo eran blancos, no me hizo sentir mucho mejor el asistir a una reunión de un grupo compuesto principalmente de gente negra. Me parece que lo que pasaba era que me encontraba incómoda sin el alcohol, como dije antes. Nunca me sentí a gusto conmigo misma. Y eso tal vez explique por qué me entregué tan rápidamente a la bebida.

Por fin conseguí una madrina, y desde aquel momento las cosas han ido mejorando. Me parece que nosotros los A.A., llevamos nuestros paraguas con los que protegemos a nuestros vecinos cuando la lluvia parece estar cayendo con algo más de intensidad sobre sus cabezas — sin importar el color de nuestra piel.

Mi amiga más íntima hoy en día es una muchacha blanca, una A.A. que viene de una familia adinerada. Tenía una institutriz, y su madre se iba de la casa para jugar a las cartas o algo así. Mi madre siempre se iba a trabajar, o a su iglesia; no obstante, mi amiga y yo teníamos siempre la misma sensación de no ser amadas.

Aunque ella tuviera mil juguetes, y yo sólo una muñeca, todo se reducía a esa misma sensación. Hoy mi amiga ve y siente las cosas exactamente como yo. Dice lo que estoy pensando, y viceversa. Ambas nos encontramos más cómodas la una con la otra, que con nuestras respectivas familias.

Hoy participo en los grupos de A.A. Apenas noto si la mayoría de los miembros son blancos o negros, o si se dividen en partes iguales. Son simplemente A.A. Para mí, es importante mezclarme. Creo que, si no lo hiciera, siempre me sentiría diferente, sin importar dónde estuviera. Creo que hay algo en el programa de A.A. que deja atrás las diferencias de las que antes me preocupaba.

Me llamo Luis y soy alcohólico (79 años de edad)

Supongo que siempre he sido alcohólico. Al menos, siempre he bebido alcohol. Cuando era un bebé, mi madre solía poner unas gotitas de whisky en una botella de agua tibia y dármela para beber. Desde aquel entonces han pasado muchísimos años.

Ya de joven, abandoné la escuela y conseguí un empleo como conductor y cobrador de un coche de caballos. En aquel tiempo, seis boletos costaban un cuarto de dólar, lo mismo que un cuarto de litro de whisky. Cada día me enfrentaba a una difícil decisión: ¿Debo embolsarme el primer cuarto, o el segundo? En los días buenos, asignaba el primero a la compañía y esperaba a vender una docena antes de pararme en el bar. Los días malos, me guardaba el primero.

De todos modos, el servicio se suspendíamientras estaba en el bar. A los caballos no les molestaba esperar, y los pasajeros no me importaban un bledo. A la compañía, sin embargo, sí le importaba y, pasado un tiempo, designó a uno de sus investigadores para descubrirme. Nunca me descubrieron. Me fui yo antes.

A partir de entonces, fui de capa caída, pidiendo limosna y bebiendo. Podía poner los ojos completos en blanco. Todos se apiadaban de un ciego, especialmente uno tan joven como yo, así que conseguía el suficiente dinero para beber. Pero un día, dejé caer una moneda que una mujer me había dado, y corrí directamente al lugar donde había rodado. Ella se dio cuenta y se puso a llamar a gritos a la policía. Seguí corriendo y cogí el siguiente tren que salía del pueblo. En la ciudad donde llegué, vivía y bebía en uno de los barrios bajos, durmiendo en posadas de mala muerte, en los portales, en las cárceles.

Al llegar a los veinte años de edad, me decidí por alguna razón a trabajar. Así es que conseguí un empleo en los ferrocarriles, donde seguí trabajando hasta jubilarme a la edad de 73 años. Trabajaba como revisor de cargos. Una vez que me encerraba en el furgón de cola, nadie me podía ver ni saber lo que estaba haciendo. Y lo que hacía, la mayoría de las veces, era beber. Bebía todo tipo de alcohol: whisky, ginebra, oporto, moscatel, líquido de embalsamar, fluido en lata, etc. Las llagas ya han desaparecido, pero todavía tengo las cicatrices.

No sé cuántas veces en mi vida me han arrestado — 30 ó 40 quizás. La primera vez fue por mendigar. Después de jubilarme, me arrestaron 17 veces por estar borracho. Tenía mi pensión de jubilado, y nada que hacer sino beber. Mi mujer había muerto. Mi hija casada no quería ni hablar conmigo. Vivía solo y sin amistades, a excepción de unos cuantos borrachos como yo.

Cuando tenía 79 años, me arrestaron otra vez. Pero esta vez hubo una diferencia. El encargado de libertad condicional me preguntó si quería dejar de beber. Le dije que sí, y él se puso a hablarme acerca de Alcohólicos Anónimos, y del programa de rehabilitación del alcoholismo patrocinado por el Juzgado municipal. Me preguntó si quería probarlo y pensando que no tenía nada que perder, empecé a asistir a las reuniones que se celebraban en el palacio de justicia.

Asistí a una reunión llevando escondido en mi bolsillo un cuarto de litro de vino. Un hombre de pelo canoso de nombre Jim dijo que era alcohólico y que había estado borracho durante mucho tiempo; pero que en A.A. había aprendido a dejar de beber y comenzar a vivir. Pidió que cualquiera que tuviera una pregunta la hiciera. Le pregunté si la organización esperaba que un hombre de 79 años, que había bebido durante toda su vida, podría dejar de beber sin más rodeos. Me replicó que él lo había hecho, y que yo también podía. Me dije que tal vez tuviera razón, así es que saqué la botella de mi bolsillo y se la di al hombre sentado a mi lado. Desde aquel momento, no he tomado un solo trago.

Inmediatamente después de que empecé a asistir a las reuniones de A.A., me comenzaron a acontecer buenas cosas. La gente más agradable del mundo se convirtió en mis amigos. Son mis verdaderos hermanos y hermanas. Hace poco tiempo, en una reunión de A.A. sufrí un ataque al corazón. Me llevaron con toda rapidez al hospital y se quedaron conmigo y, aunque el médico me había dado por perdido, la amistad me salvó. Debo mi vida a esta gente. Y ahora me quiere mi hija, y puedo pasar tiempo con mis nietos y biznietos.

Los años pasan —un día a la vez— y supongo que no me queda mucho tiempo. Pero no me importa. Lo más importante es que quiero morirme sobrio. Mientras tanto, me esfuerzo por ayudar a la gente más joven a encontrar la sobriedad y la felicidad como he hecho yo. Les digo: “Si yo puedo hacerlo, ustedes también pueden.”

Me llamo Patricio y soy alcohólico (homosexual)

Hace 17 años, un desconocido con barba que estaba sentado a mi lado en un salón de uno de los hoteles menos elegantes de nuestra ciudad, se volvió de repente hacia mí y me preguntó si yo tenía un problema con la bebida. “¿Qué le hace pensar así?” le repliqué, sabiendo que en ese momento estaba físicamente sobrio, aunque algo tembloroso y sin una perfecta coordinación.

No me contestó. Simplemente metió la mano en su chaqueta, que había conocido mejores días, sacó un libro mugriento y sobado y dijo algo acerca de una reunión, a la que tal vez me gustaría asistir esa noche. Me dijo que allí encontraría a “gente agradable que le entenderá”. Hizo mención también de café y tarta gratis. Eso me decidió.

Hoy le doy gracias a Dios, a quien he dado el nombre de P.S. (Poder Superior), por aquella conversación. Aún sintiéndome frío y vacío, logré controlarme y llegar a la dirección que me había dado. Por supuesto, resultó ser una reunión de A.A. Allá, por primera vez en muchos años, establecí un verdadero contacto humano con el hombre que más tarde se convertiría en mi padrino.

Pocas semanas después, volví a beber y a sufrir durante otros siete años. Pero luego regresé (gracias otra vez al P.S.), y recientemente celebré el décimo aniversario de mi sobriedad en una de las reuniones regulares de nuestro grupo A.A. de homosexuales aquí en la ciudad donde vivo.

Mi alcoholismo se remonta muy atrás, así como mi homosexualidad. Uno de los primeros recuerdos de mi niñez es beberme tragos de la cerveza de mi padre adoptivo sin que él se diera cuenta y luego poner agua en la lata para que no lo notara. Más tarde, en los últimos años de mi adolescencia, empecé a frecuentar los bares de homosexuales. Ya desde el principio, y a pesar de odiar el sabor, me gustaba la agradable sensación que me infundía la bebida.

No obstante, al poco tiempo, empecé a tener problemas con la bebida. Empecé a utilizarla no sólo porque me hacía sentir bien, sino también como soporte. Bebía para armarme del suficiente valor como para hacer cosas peligrosas. No tenía la menor idea de lo que estaba haciendo en aquel entonces; ahora me doy cuenta de que, desde el comienzo, bebía de mala manera. Recuerdo, por ejemplo, un buen amigo que veía con repugnancia mi forma de beber cuando yo apenas había cumplido los veinte años. Yo consideraba sofisticado el beber y buscar aventuras en los bares, como los demás. Pero ahora soy consciente de que la bebida pronto empezó a dominarme y a convertirse en un fin por sí misma.

Antes de llegar a A.A., no tenía nada excepto la bebida y la sexualidad. Para ambos propósitos me aprovechaba de la gente, sin pensarlo. Nadie tenía cara. Nadie era real, y yo menos que nadie. Mi padrino fue la primera persona genuina que conocí en muchos años. Y me hacía sentirme real también. Atravesaba cualquier preocupación que yo tuviera por mi homosexualidad o por cualquier otra cosa. Sin sensiblería, tranquilamente aquella primera noche, me extendió la mano, de un ser humano a otro, y lo que me entregó fue la vida.

Hoy creo que nosotros los A.A. tenemos una relación familiar, un parentesco, unos con otros. Creo que toda la gente de A.A. —homo y heterosexuales— son mis hermanos y hermanas. Después de haber logrado nuestra sobriedad, se nos depara una oportunidad de formar nuevas y sanas relaciones, para compensar aquellas que en el pasado echamos a perder. Llegamos a conocer a nuestros compañeros, queriéndolos, compenetrándonos con ellos, sufriendo cuando ellos sufren e incluso peleando cariñosamente con ellos de vez en cuando. Es un compartimiento verdadero y sincero. Algo que, con toda seguridad, nunca conocí en mi casa.

Me alegra también sentir esta intimidad especial de A.A. con mucha gente heterosexual, como nunca me hubiera sido posible imaginar. De hecho, durante muchos años logré mantener mi sobriedad, y así seguir en mi empleo, asistiendo a las reuniones de grupos compuestos principalmente por miembros heterosexuales. Hoy conozco en A.A. a algunos “aficionados de cuero” que están sobrios, a travestidos que también lo están, y a representantes de todas las preferencias sexuales que existen. Sin embargo, aquí lo único importante es que todos somos seres humanos, alcohólicos, y miembros unidos en A.A .

Nunca he ocultado el hecho de que soy homosexual, dentro o fuera de A.A. Para mí, esta ha sido una decisión correcta. Pero yo sé que no habría tenido ninguna importancia si lo hubiera hecho. Lo que hacemos en privado, y cómo elegimos hablar de ello no tiene nada que ver con A.A. Nuestra Tercera Tradición dice: El único requisito para ser miembro de A.A. es querer dejar de beber. Y esto ha significado mi propia supervivencia, desde el primer día. Créanme: Si hubiera habido otros requisitos, no los habría podido cumplir.

Me llamo Eduardo y soy alcohólico (ateo)

Me dirijo a los alcohólicos que han tenido dificultades en adaptarse a las referencias religiosas dentro del programa de A.A. A aquéllos que no pueden aceptar la idea de un ser sobrenatural, permítanme decirles que siempre han sido los seres humanos quienes me han fortalecido cuando necesitaba ayuda.

Reconozco que necesito más fuerza de la que yo personalmente tengo para vencer la compulsión de beber. Recibo esta fuerza adicional del poder para crear el bien que en A.A. se genera. He interpretado la frecuente referencia a Dios en los Doce Pasos y en otros lugares, como el poder que viene de otras personas.

Después de un año y medio de verdadera sobriedad (anteriormente pasé tres años tratando de captar el programa de A.A.), sufrí una catástrofe personal. No considero esta situación como un castigo por los “pecados” del pasado; ni tampoco soy tan vanidoso como para creer que una deidad me eligió como mártir. Es ciertamente irónico verme paralítico después de un período de verdadera sobriedad, y no como resultado de una borrachera. Pero no es más que eso — irónico.

Tengo una firme creencia en la moral humana. Creo que los malos impulsos pueden ser superados por las acciones honestas. A.A. pone de manifiesto los impulsos para crear el bien, y esto tiene una fuerza tremenda. A mi parecer, el total de las buenas acciones constituye el “poder superior”.

Estas son las palabras de un ministro Unitario: “En un mundo que ha perdido, o que va perdiendo rápidamente, toda idea convincente de la providencia divina en acción, de un Dios que dispone de los asuntos de la humanidad, no es necesario suponer que la única alternativa a un universo amante del ser humano es un universo enemigo y satánico. Existe la alternativa más probable de un universo neutral, en donde viven los seres humanos forjando su salvación, sin esperanza del cielo ni temor del infierno. Se puede encontrar que la vida tiene un valor no porque un padre divino así lo dispone, sino porque los logros de buenos hombres y mujeres trabajando juntos con amor y respeto mutuos, son en y por sí mismos valiosos y gratificadores.”

Durante más de dos años, fui casi un Solitario, pudiendo asistir solamente a unas pocas reuniones cada año. Afortunadamente, mi esposa comprende bien lo que es el alcoholismo (debido a su asociación en el pasado con un grupo familiar), y tuve la oportunidad casi diaria de tener conversaciones con ella. Ahora, hemos formado un grupo de A.A. en esta área que se reúne cada semana en mi casa.

No fui capaz de aceptar a A.A. ni la ayuda verdadera que prestaba, hasta que hice una interpretación racional del programa. Sigo siendo ateo, pero soy un ateo agradecido.

No quiero cambiar a A.A. Funciona para mí. Sólo quiero que A.A. logre atraer a los racionalistas. Como miembros de A.A., ellos pueden aportar mucho a la Comunidad.

Me llamo Pablo y soy alcohólico (nativo-americano)

Crecí en una pequeña reserva en uno de los estados del oeste, y tanto lo bueno como lo malo de ambas culturas influyeron en mi vida. Experimenté mi primera borrachera durante el verano de mi duodécimo año, cuando fui con unos amigos al pueblo. Compramos una botella, y encontramos un lugar donde beberla. Me emborraché, perdí el conocimiento, y me puse enfermo; luego, volvimos a comprar más. La regla era: “cuando te tomas un trago se supone que es para emborracharte.”

Más tarde, me enviaron a un internado gubernamental, en donde era difícil conseguir licores. Aprendí a utilizar substitutos: inhalaba los vapores del pegamento, del fluido para encendedores, de la gasolina, de las pinturas o de la laca para el pelo; bebía enjuague bucal, loción para después del afeitado o tónico para el cabello. Me expulsaron de la escuela y me enviaron de nuevo a la reserva a vivir con mis abuelos.

Mi abuelo era un hombre muy sabio, aunque no tenía educación formal; me hablaba de los problemas con que me enfrentaría de no tener educación. Así es que escribí una carta a la escuela, pidiéndoles que me dieran otra oportunidad y prometiendo que cambiaría mi conducta. Algunas personas que habían regresado a la reserva para pasar sus vacaciones me dijeron que el consejero principal, después de leer mi carta, convocó una asamblea de estudiantes y la leyó en voz alta ante el cuerpo estudiantil. Los únicos que se rieron fueron mis amigos. Al tratar de hacer, posiblemente por primera vez en mi vida, lo correcto, encontré que mis amigos se reían de mí. Esto me afectó profundamente, y resolví nunca más confiar en nadie, ni necesitar a nadie.

Cuando tenía 16 años, me fui de la reserva y me alisté en la marina. Después de mi entrenamiento básico, volví con permiso a la reserva, donde tuve mi primera experiencia de estar encarcelado por la bebida. Fui bebiendo cada vez más. Tenía más dinero, y me parecía que todo el mundo bebía. Al principio, tenía a los nuevos reclutas como compañeros de bebida; más tarde, a los miembros de mi compañía; finalmente, me encontré bebiendo solo, como estaba destinado a hacerlo.

Porque yo era diferente. Cuando bebía, no me divertía en absoluto, ni experimentaba ninguno de los beneficios de pasar una noche agradable y relajada con mis amigos. Cuando bebía, siempre había problemas. Atribuía mis problemas al hecho de ser indio. Mis compañeros de tripulación me contaban cosas que hacía o decía mientras me encontraba en una laguna mental. Nunca los creí completamente. Se oían muchas bromas acerca del indio y su aguardiente, y me pusieron de apodo “Wahoo”. Empecé a tener sentimientos de culpabilidad, y a perder mi dignidad. Empecé a tener miedo a la gente, a estar solo, a todo lo que me rodeaba.

A la edad de 18 años, me encontraba en las calles de San Francisco, con 50 centavos y un billete a Los Angeles como capital, sin suficiente educación, y con un licenciamiento poco honroso de la marina. Decidí que me encontraba así por ser un indio obligado a vivir en el mundo de los blancos. Vagabundeaba un rato, y me mantenía “seco” la mayor parte del tiempo. Una noche, en la calle Canal, de Chicago, el de la celda contigua a la mía murió de un ataque de delirium tremens y convulsiones. Me acuerdo haber pensado que él debía haber tenido la cordura de no beber tanto. (“Si no fuera por la gracia de Dios…”) Me instalé en la ciudad donde ahora vivo, y en cuarenta ocasiones distintas me arrestaron por estar borracho.

Aquí también me casé. De todas las buenas influencias en mi vida, mi esposa es una de las más importantes. Nos enteramos de A.A. a través de un artículo en un periódico. Llamamos por teléfono y la llamada nos fue devuelta, y asistimos a aquella primera reunión. La gente me impresionó mucho, y durante siete meses me encontré citando el Libro Grande. Pero en mi fuero interno, no estaba listo.

Y entonces sucedió— la peor borrachera que había sufrido, y la más hermosa porque fue la última. Nunca había experimentado en mi vida más miedo y culpabilidad. Había fallado a Alcohólicos Anónimos, a mi grupo, a mi esposa. Pero se me ocurrió una idea, clara y concisa: “La única persona a quien has fallado es a ti mismo.” Así que volví a ustedes, y comenzamos de nuevo.

El Jefe Joseph, de la tribu de los Nez Percé, viendo a su pueblo pasar frío, sin hogar, pobre, solitario y vencido, dijo: “No podemos seguir viviendo la vida que vivimos. Tenemos que comenzar una nueva vida. Tenemos que tomar lo mejor de lo que nos pueda ofrecer la cultura de los blancos, y lo mejor que nos pueda ofrecer la de los indios, y empezar con esta nueva vida.”

Me encontraba de pie ante las puertas de Alcohólicos Anónimos, lleno de miedo, culpabilidad, remordimiento, confusión — vencido. Estas puertas se abrieron, y me acogieron calurosamente. Mientras se van disipando las nieblas de mi mente, puedo recordar las enseñanzas de mis antepasados, y creo que he encontrado lo mejor que la cultura india tiene que ofrecer. Hoy tengo la Comunidad y el programa de Alcohólicos Anónimos y una mujer maravillosa. Siento que he encontrado lo mejor que el hombre blanco me puede ofrecer.

Me llamo Diana y soy alcohólica (15 años de edad)

Cuando llegué a Alcohólicos Anónimos, no podía ser una alcohólica. ¡Era imposible a la edad de14 años!

Tomé mi primer trago cuando tenía seis años. Siendo la única niña de tres hijos, y la menor de edad, siempre podía arreglármelas para salirme con la mía. Ahora creo que era una alcohólica desde mi primer trago, ya que desde aquel momento, empecé a organizar mi vida según la pauta alcohólica. Vivía con temor del día, con mi odio y mis resentimientos, en un mundo de ensueño. Soñaba que tenía seis armarios llenos de ropa, y que todas las muchachas me envidiaban. En la vida real, era una gordita autoritaria y envidiosa de todos los demás. Odiaba a mi madre, porque solía darme azotes, y no me dejaba salir sin camisa, como los muchachos.

Nos trasladamos de aquella ciudad justo antes de que comenzara mi cuarto año de primaria. Me sentía muy sola. No tenía amigos, y no podía hacer amistades. Entonces, conocí a muchachas y muchachas que fumaban, bebían y tomaban drogas. Mis padres me suplicaban, discutían conmigo, me daban repetidas zurras. Pero — ¡Qué diablos! Eran ellos los que me hicieron nacer, los que nunca me quisieron, los que me hicieron pasar años de miseria. Decidí que había llegado la hora de desquitarme.

Comencé a beber y a drogarme. Me fui llenando de lástima por mí misma. La bebida y la droga me aliviaban de todo. ¡Qué extraño! También se volvió muy importante la sexualidad, porque quería amor. ¡Montones de amor!
Creía que el problema radicaba en mi vida familiar, así que comencé a consultar con siquiatras, consejeros, a asistir a servicios religiosos — lo hice todo. No funcionó y me entregué otra vez a la bebida.

Siempre quería formar parte. Hacía cualquier cosa que la pandilla decidía hacer. Pero no me gustaba y quería escapar. No tuve que descender para tocar fondo, éste se levantó para chocar conmigo.

Me puse en contacto con A.A. a través de una amiga metida en drogas. Ella sólo necesitaba tener algo que hacer, y no se quedó mucho tiempo. Yo, sí. Me gustaba el amor que recibía. Necesitaba este amor. Me quedé, borracha, deseando ser “una parte de”, no “un aparte de.”

Por fin, después de once meses comencé a trabajar en el programa. Las cosas empezaron a cambiar y fue maravilloso. La relación que tengo con mis parientes y con otras gentes es tremenda. El amor que recibo, lo paso a los alcohólicos que sufren. Dios —como lo entiendo yo— es muy paciente, por lo que estoy agradecida.
Estoy perdiendo peso y me encuentro bien (antes pesaba 200 libras).

Algunos de los veteranos aún me echan miradas inquisitivas, pero yo sé que soy alcohólica, y eso es lo importante. A veces me siento rechazada, ya que los jóvenes de nuestro grupo están casados y se reúnen a menudo sin mí. Dios mediante, dentro de unos cuantos años yo también estaré casada, y me acordaré de invitar a los solteros a participar en nuestras diversiones.

Mi padre sigue bebiendo, pero tengo que dejar que Dios haga su voluntad. Tal vez un día Dios le encuentre también a él. Soy una alcohólica, y dentro de dos meses cumpliré dieciséis años.

Me llamo Miguel y soy alcohólico (clérigo)

Soy un sacerdote católico, pastor de almas, con título de monseñor. Soy también alcohólico. Hace algunos meses, celebré el aniversario de mi ordenación. Un mes antes celebré un aniversario más importante, mi cuarto como miembro de A.A. ¿Por qué digo que mi aniversario de A.A. es más importante que el de mi ordenación? La respuesta es que, a través de A.A., mi Poder Superior, Dios no sólo me salvó la vida y me devolvió el sano juicio, sino que también me dio una nueva forma de vida que ha enriquecido mucho mi sacerdocio. Así que hoy, gracias a Dios y a A.A., me estoy esforzando, honesta y sinceramente, a pesar de mis numerosos defectos, por cumplir con mi vocación de sacerdote de la forma que Dios quiso. Mi sobriedad tiene que ser la cosa más importante de mi vida. Sin la sobriedad, volvería inmediatamente a llevar la vida que llevé durante mis últimos años de bebedor — la vida de uno que iba en una única dirección, hacia abajo.

Creo que me lanzaba a trabajar por trabajar, extendiéndome hiperactivamente en muchas direcciones — cualquier cosa para evitar mirarme a mí mismo. El alcohol llegó a ser una recompensa por mis duras labores. Con el fácil pretexto de “Con la misma intensidad que trabajo, me divierto,” traté de justificar una forma de beber que se había hecho más frecuente, y por períodos más largos, y que resultó en el absentismo, las mentiras, las decepciones y las irresponsabilidades.

Impulsado por repetidas rachas de culpa, de remordimientos y depresión, fui buscando la ayuda de los médicos y de mis compañeros los curas — en vano. Probé retiros, oraciones, actos de abnegación, abstinencia del alcohol por algún tiempo casas de descanso, cambios geográficos. Nada funcionó.

Me encontré desmoralizado, desesperado. Así una vida que había sido motivada por grandes ideales, grandes entusiasmos, ardientes esperanzas, llegó a encerrarse en un círculo compuesto por la botella y yo. El sacerdote, el hombre de Dios, se postraba ante otro maestro, el alcohol.

Finalmente, desde el fondo de mi pozo profundo, envuelto en la oscuridad, sin esperanza y desamparado, grité pidiendo socorro. Por fin, estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para lograr la sobriedad. Y Dios me oyó y respondió.

Después de un período de hospitalización, asistí a mi primera reunión de A.A. Luego, me uní a un grupo de sacerdotes alcohólicos, y asistí asiduamente a estas reuniones. También asistí a reuniones de legos, abiertas y cerradas. Escuché con mente abierta. Me hice activo. Además, pasé seis meses en tratamiento siquiátrico.

Día a día, un día a la vez, me he mantenido alejado del primer trago. A.A. se ha convertido en mi forma de vivir. Me doy cuenta de que, paradójicamente, mantengo mi sobriedad regalándola. Dondequiera que alguien busca ayuda, yo soy responsable. Lo que me fue dado libremente, libremente tengo que dar.

De una cosa estoy seguro: Dios quiere hoy que esté sobrio durante estas 24 horas. El dispondrá del resto. Si permanezco fiel a este camino, al camino de la vida de A.A., día a día, durante los días que me quedan, rezo — y lo creo, aunque con cuidado de la auto-satisfacción, para que Dios, mediante su merced amorosa, me convierta en el sacerdote que El quiere que sea.

Me llamo María y soy alcohólica (lesbiana)

Soy alcohólica. Tengo 27 años de edad. Soy homosexual. Hace 17 meses que me mantengo sobria en la hermosa Comunidad de A.A., y por primera vez desde hace mucho tiempo, me encuentro sonriendo, riendo y teniendo un verdadero cariño hacia otras personas.

Después de diez años de alcohólica, aquella vida de horror, soledad y desesperación me llevó al umbral de mi primera reunión de A.A. Durante los primeros meses de sobriedad, me esforcé por seguir las sugerencias, asistí a muchas reuniones, me uní a un grupo, y encontré a una madrina cuya sobriedad yo respetaba. No obstante, durante este período viví con temor — temor a que descubrieran mi homosexualidad, a que me rechazaran mis compañeros de A.A., a que me abandonaran para enfrentarme sola con mi enfermedad, el alcoholismo. Este temor me llevó tan cerca del primer trago que creí que nunca podría mantener la sobriedad que quería y necesitaba tan desesperadamente. Me volví recelosa con mis compañeros de A.A. Mis temores parecían ser un problema más grande que mi alcoholismo.

Finalmente, oí decir a un orador, “¿Está dispuesta a hacer cualquier esfuerzo para mantener su sobriedad?” ¿Lo estaba yo? ¿Quien entendería mi situación? ¿En quién podría yo confiar?

Desesperada, acudí a mi madrina. Lloré, sudé, temblé, pero las palabras que odiaba decir, salieron de mí, lenta y dolorosamente. Al terminar caí pesadamente en la silla, esperando una respuesta o una mirada de desaprobación.

Mi madrina no hizo más que sonreír y me dijo que ella era una alcohólica como yo, y por eso me podía ayudar.
Todas las noches doy gracias a mi Poder Superior por este programa que me salvó la vida, un programa que antepone “los principios a las personalidades”. El único requisito para ser miembro de A.A. es querer dejar de beber, dice nuestra Tercera Tradición y hay un lugar para cada persona que busca ayuda. Hay un lugar para mí. Me creía única, diferente y sin tener dónde acudir. Pero gracias a A.A., he encontrado la vía hacia una vida plena y feliz.

Me llamo Jorge y soy alcohólico (judío)

Hace algún tiempo apareció en el metro de Nueva York, un anuncio en cuatro vivos colores. Devolviendo la mirada del que lo miraba, había un “típico policía irlandés” a punto de comerse un sabroso bocadillo hecho con pan de centeno “Levi”. La inscripción decía: No tiene que ser judío para que le guste el pan “Levi”.

Según iban pasando innumerables paradas del tren y las herrumbosas ruedas dentadas de mi cerebro engranaban, la imagen de este policía irlandés (que ya se había convertido en mi mente en un policía irlandés católico, de nombre O’Toole, con acento muy pronunciado, con 14 hijos y una abuelita en Kilkenny), se había transformado.

Una noche, hablando con mi más íntimo amigo en A.A. (cuyo apellido es tan irlandés que sólo puedo proteger su anonimato omitiendo sus iniciales), después de haber asistido a una reunión de A.A. en donde los tres oradores, una mujer y dos hombres, sonaban como personajes en una producción del Teatro Abbey de Dublin de una obra de Lady Gregory, se me ocurrió una idea genial.

“A mi costa”, le dije a mi amigo, “voy a contratar a la misma empresa publicitaria que hizo el anuncio del policía irlandés, para que diseñe otro para distribuirlo a los grupos de A.A. del área. En él, aparecerá una foto mía en color; estaré obviamente borracho, bebiendo una botella de escocés. Debajo de la foto de mi rostro levantino (que una vez un amigo describió como “la cara de Abraham”), haré que escriban: “No tiene que ser irlandés para ser alcohólico”.

El mito de que hay pocos alcohólicos judíos es, según mi experiencia, una pura tontería. El estado en donde resido, tiene una población judía más grande que la de Israel, y el número de judíos que asisten a las reuniones de A.A. es el que se podría suponer. En muchos grupos de esta parte del país, llegan a constituir hasta el 50%. Los judíos abundan también en otros grupos; incluso se pueden encontrar algunos en reuniones en áreas donde viven pocos judíos.

Otro mito es el que los hebreos nunca han tenido una tradición del beber social y fuerte, y por ello, a los judíos les falta ese “algo” especial que convierte al bebedor fuerte en alcohólico. Tonterías. El judeoalemán, por ejemplo, tiene una palabra perfectamente adecuada para borracho —“shicker”— y si lo usas como nombre —un “shicker”— cualquier judío sabrá de lo que estás hablando.

Me parece —seriamente— que los alcohólicos judíos a menudo mostramos una tendencia a ser demasiados susceptibles sobre nuestro judaísmo. Por consecuencia, protegemos esta parte sensible, cubriéndola con una máscara de indiferencia — el famoso encogimiento de hombros semítico. Esta actitud puede cerrarle a muchos desdichados alcohólicos judíos el paso a la Comunidad, para su desgracia y nuestra pérdida.

Estoy pensando en este momento en una joven, profundamente afligida por el autotormento del beber progresivo. Hace casi dos años que mi esposa (que también es A.A.) y yo estamos tratando de llevarla al programa de A.A. Todas sus racionalizaciones se reducen a una frase: “Las muchachas judías decentes no son alcohólicas.”

Tal vez, Ester, muchas muchachas judías decentes no son alcohólicas. Como tampoco lo son “los muchachos judíos decentes”, “las muchachas luteranas decentes”, “las muchachas italianas decentes”, o simplemente “los muchachos y las muchachas decentes”.

No hay nada “decente” en un alcohólico que se encuentra en las angustias de esta enfermedad. En A.A. no nos preocupamos por lo decente que te consideras, ni porque seas judío, católico, protestante, o sin afiliación religiosa. Aunque es cierto que cerramos la mayoría de nuestras reuniones con el Padrenuestro, ni siquiera los ateos parecen tener ningún inconveniente en esta formalidad. Generalmente, el orador dice: “Todos los que así lo quieran, únanse conmigo para rezar el Padrenuestro.”

Mientras bebía, no era judío, no era americano, no era un hombre. Era un borracho, sin amor, sin poder amar, sin respeto hacia nada ni nadie — y menos hacia mí mismo.

No, Ester, “no tienes que ser judía”. Pero quizá te pueda ayudar el serlo. Creo que a mí me ayudó a aceptar la realidad de que soy miembro de más de un solo grupo minoritario — y hoy en día sobrio, gracias al Dios de mis antepasados, y a la gente de todas clases que son Alcohólicos Anónimos.

Mi nombre es famoso y soy alcohólica (estrella de cine)

Al principio de mi carrera, trabajaba en cualquier trabajo para poder comer y pagar el alquiler, mientras aprendía a actuar. En aquel tiempo, la bebida no era muy importante. Luego, llegó una cierta película y todo cambió. Encontré un gran placer en que toda la gente famosa, de quien había oído y leído mucho, me trataban de tú y me invitaban a sus fiestas, a almorzar o cenar en restaurantes de primera clase, o a visitarles en Cannes o Venecia. Casi la primera cosa que me decían era: “¿Qué vas a tomar?”

A veces bebía demasiado, pero muchas otras personas también lo hacían. Por lo general, no bebía durante los rodajes, solamente en breves vacaciones o viajes entre películas. Pero, poco a poco, fui descubriendo que, al llegar a mi casa después de un día de duro trabajo, un poco de whisky y una píldora me ayudaban a dormir. Una mañana espantosa, insulté a gritos al maquillador por trabajar con tanta lentitud. Me miró severa e intensamente antes de decir: “Quizás yo esté envejeciendo, querida, pero ¿no podría ser que tus ojeras se estén haciendo más grandes?”

Esto fue como una sacudida para mí, pero después de pensarlo, decidí que necesitaba unas vacaciones. A partir de entonces, para cada crisis que se me presentaba, siempre tenía un fácil remedio —una nueva dieta, una píldora diferente, un nuevo hombre, más trabajo o una corta estancia en una granja de salud.

Una sacudida aún más fuerte fue un artículo que apareció en “Ecos de Sociedad”, y que empezaba: “¿Quién es la dama de Hollywood que está poniendo molestos a su director y a su productor con sus “nervios”, llegando tarde a la escena y olvidando su papel?” No se publicó el nombre, pero los detalles que seguían no dejaban duda de que se referían a mí. Me puse tan furiosa que agarré una borrachera colosal que me llevó por primera vez al hospital — todo fue culpa del periodista, por supuesto. Me inscribí con nombre falso. Pasados unos diez minutos, estaba gritando a una enfermera: “¿Sabes quién soy?” Y se lo dije.

En el hospital, todavía medicada hasta los ojos dos mujeres de A.A. vinieron a hablar conmigo. Supongo que mi reputación les impresionó casi tanto como a mí. Les escuché cordialmente, pero una vez fue suficiente. No quería más visitas de aquellas lindas muchachitas encargadas de hacer el bien.

Mi representante y mis amigos estaban de acuerdo. Mi caso era diferente, decían ellos, y siguieron protegiéndome de las consecuencias de mi propia conducta. Ahora me parece que hicieron que se prolongara mi enfermedad, pero no les echo la culpa. Hacían lo que les parecía mejor para mí, y lo que yo quería que hicieran.

Entonces me contrataron para hacer el papel principal en una obra de teatro. Logré mantenerme alejada de la bebida — pero no de las píldoras. Hicimos tres representaciones para la prensa. Al leer las críticas se podía ver que una noche había tomado estimulantes, otra noche sedantes, y la tercera una mezcla personal de alucinógenos. A partir de entonces, dejaron simplemente de proponerme trabajo. En el mundo del teatro y del cine, los productores y directores me consideraban un caso perdido.

Ante la insistencia de un amigo, consulté con una siquiatra (una mujer maravillosa quien, ahora sé, era muy distinguida en el campo del alcoholismo). Debajo de mi pretensión tenía miedo y quería ayuda. Hacía años, me había sometido al típico sicoanálisis estilo Hollywood, porque estaba de moda hacerlo, y muchos de nosotros creíamos que nos era de ayuda en nuestras carreras como actores. Pero el enfoque de la siquiatra neoyorquina era distinto. Estaba empezando a sentirme a gusto, y a tener confianza en ella cuando me dio un consejo que me cayó como una bomba. Quería que tomara Antabuse, que ingresara en A.A. y que comenzara con terapia de grupo. El Antabuse me alivió bastante, pero no me podía imaginar como miembro de A.A., ni de ningún otro grupo. ¿Qué diría la gente?

No obstante, me sentía aterrada; me parecía que se había acabado mi vida. Así que me sentaba triste en algunas reuniones de A.A., llevando una peluca y gafas de sol, y me iba furtivamente antes de que terminaran. En una sesión de terapia de grupo, expliqué que mi trabajo me requería almorzar en buenos restaurantes y tomar vino, y que a menudo tenía cenas importantes de negocios en mi “chateau” francés, conocido por su famosa bodega. En mis circunstancias especiales, dije, esta forma civilizada de beber era casi una necesidad de negocios
Un paciente me miró fijamente y dijo: “Estás diciendo tonterías.” Siguió un largo silencio. Aunque me costó un gran esfuerzo, seguí sonriendo. “Los pobres desgraciados de A.A. tienen por lo menos la suficiente sensatez como para reconocer que tienen un problema con la bebida, y para empezar a hacer algo al respecto. Estuviste hablando como si no te quedara ni ese mínimo de buen juicio, o de valor.”

Dejó que sus palabras hicieran efecto en mí y luego añadió amablemente, “No obstante, creo que sí te queda. ¿No quieres sentirte mejor, más feliz?”

Eso me hizo sentar la cabeza. El tenía razón. Sin importar lo que pensara yo de la gente de A.A., ellos evidentemente sabían algo sobre cómo mantenerse sobrios que no sabía yo. Me acordé de un consejo que se le da a los actores: “Actúa como si…” e inmediatamente comencé a actuar como si quisiera aprender algo de todos los alcohólicos de A.A. Sería un nuevo papel para mí — ser el público en vez de la estrella.

A partir de entonces, creo que mi “como si” se ha convertido en una realidad. No tengo que “actuar” en A.A.; sé que soy sólo una mujer más que se recupera del alcoholismo. Sí, ha habido tiempos difíciles. A algunos miembros les lleva tiempo verme como una persona alcohólica, lo mismo que ellos. Al principio, la imagen de la estrella de cine que asocian con mi nombre (un accesorio que ya no necesito) les deslumbra; algunos me piden que les dé mi autógrafo. Por mi propia salud espiritual, he aprendido a no permitir que estas atenciones hagan agrandar mi ego (¡ya es demasiado grande!), ni que me molesten. Hago lo posible para ser cortés y hacer girar la conversación hacia temas de A.A. Funciona maravillosamente, en todas partes del mundo. Cuando me ofrezco como voluntaria en una de nuestras oficinas centrales, funciona incluso con los nuevos que buscan ayuda. De vez en cuando uno de ellos me pregunta, “¿No es usted…?”

Les digo que sí, y que también soy una alcohólica que trabajo en mi recuperación de esta enfermedad.
Mi carrera ha florecido, con algunos lances imprevistos y algunos nuevos éxitos. Me siento más cómoda que nunca en las fiestas de Hollywood, o bebiendo mi gaseosa en un restaurante de París. A propósito, he notado que hay mucha gente que no toma bebidas alcohólicas — no toda la gente del mundo del espectáculo bebe, como antes creía.

Hace algunos días, vi en la televisión una película que hice en Europa durante uno de mis peores períodos como bebedora. Doblé la banda sonora en inglés un año después de lograr mi sobriedad en A.A. Verla me hizo reír, porque estaba viendo una actuación borracha, a tropezones, pero oyendo una actuación perfectamente sobria. Hago mi trabajo mucho mejor estando sobria.

Me llamo Felipe y soy alcohólico (“bajo fondo”)

Asustado, arrogante, furioso y resentido contra la humanidad, contra Dios y el universo (y no obstante con la vaga esperanza de que esta gente que decía haber encontrado una forma de dejar de beber, me pudiera ayudar) — así era como me sentía hace casi siete años, en mi primera reunión de A.A.

Estaba asustado porque los años que pasé bebiendo y mis engañosos sueños me habían llevado a una vida aterradora, mendigando por los barrios perdidos, durmiendo en los portales, con mi cuerpo afligido por las llagas de vino. Olía mal. No tenía para cambiarme de ropa, ni quería en realidad. Todo estaba perdido, tirado por la ventana — mi carrera de profesor, así como los otros centenares de trabajos que había intentado. No me quedaba nada por lo que quisiera vivir; pero tenía miedo a morirme.

Mi arrogancia radicaba en mi firme convencimiento de que yo era mejor que los que me rodeaban. Era un escritor de talento, ¿no? Hacía años que no había escrito una línea que mereciera la pena leerse, pero creía que no habían publicado mis obras solamente porque no me entendía nadie, y porque me discriminaban. Así había sido durante toda mi vida. Unico — nadie me había entendido nunca. Nadie se había ni siquiera aproximado a la sensación de agonizante conciencia, al sufrimiento y la soledad de mi alma. Era negro e inteligente, y el mundo me había rechazado por serlo. Odiaba a este mundo castigador, y guardaba rencor a su vida y a su Dios. Mi rabia consumía todo; sólo porque mi dolor y mi malestar eran aún más grandes que aquélla, pude quedarme en la reunión rodeado por un grupo de gente limpia, en su mayor parte blanca, y aparentemente felices, que se llamaban a sí mismos alcohólicos.

Me ofrecieron café, y se acercaron a mí amablemente. Tenían la suficiente sinceridad como para no ocultar que se daban cuenta de mis manos temblorosas. Se sonrieron, y me dijeron que las cosas mejorarían. Les escuché con dificultad. Decían que el alcoholismo era una enfermedad física, mental y espiritual, una enfermedad que se podía tratar, y de la que una persona podía recuperarse. Bebí todo aquello, con la gratitud frenética de alguien que se muere de sed.

Sin embargo, había un toque amargo en aquel agua, una duda persistente. ¿Funcionaría para mí? A diferencia de esta gente, la sociedad me había condenado a la vida de un vagabundo negro y derrotado. La terapia en los pabellones siquiátricos de muchos hospitales había confirmado mis primeras sospechas de que mi fuerte beber fue causado por mi incapacidad para adaptarme a un mundo hostil en el que me vi forzado a vivir. Desde mi niñez, la religión me había estrangulado. Me había presentado más restricciones, causado más temores, y así me había ofrecido más razones para beber. En las paredes de la sala de reunión, que estaba situada en una iglesia se destacaba la palabra “Dios”, y esto me hizo dudar sinceramente de si esos piadosos alcohólicos, blancos y burgueses, podrían llegar a entender los serios problemas que compelían a beber a un borracho negro tan extraordinariamente brillante como yo.

Muchas reuniones después, encontré ciertos principios básicos que no sólo me salvaron la vida, sino que también, poco a poco, la han transformado. Me enseñaron que todos los alcohólicos, sin importar quiénes y de dónde seamos, bebemos como bebemos por una razón fundamental — nuestro alcoholismo. Padecemos una enfermedad que nos obliga a seguir bebiendo una vez que tomamos el primero. La nuestra es una enfermedad profunda y dinámica, que invade constantemente el tejido mental y espiritual de nuestro propio ser. Tenemos que mantenerla constantemente controlada a través del programa de A.A. si hemos de recuperarnos y permanecer sobrios.
Las recompensas de la sobriedad son abundantes y tan progresivas como la enfermedad que contrarrestan. Tal vez la más maravillosa de estas recompensas ha sido la liberación de la horrorosa prisión de mi singularidad.

Me llamo Jaime y soy alcohólico (“alto fondo”)

Yo era uno de esos borrachos que nunca vieron la cárcel por dentro; ni me acusaron nunca de la menor ofensa que pudiera atribuirse al alcohol. Nunca he estado hospitalizado por ninguna razón. La bebida nunca me hizo perder mi esposa ni mi trabajo.

Mi expresión favorita era: “Puedo dejar de beber cuandoquiera que lo desee.” Lo repetía tantas veces que comencé a creérmelo. Todas las Cuaresmas pude abstenerme de beber, salvo la última, justo antes de ingresar en el programa de A.A. Creía que Dios me castigaría más en el cielo si no hacía alguna penitencia por mis pecados aquí en la tierra. Abstenerme del alcohol era la penitencia más dura que podía imaginar. La pura determinación, la testarudez, la fuerza de voluntad y el egoísmo me ayudaban a hacerlo.

La testarudez era una parte de mi naturaleza. Cuando decidía hacer algo, no había nada que pudiera hacer cambiar mi decisión. Muchas veces, durante la Cuaresma, mi esposa me rogaba que bebiera, porque cuando no lo hacía, les trataba a ella y a mis hijos de una manera despreciable.

Todos mis amigos sabían que me abstenía de beber durante la Cuaresma. Su adulación ante mi fuerza de voluntad me sostenía durante esos días y noches. El temor de lo que dirían si no cumplía mi abstención me mantenía fiel a mi promesa hasta la Pascua. Me encantaban los comentarios de las esposas de mis compañeros de bebida: “¡Ay, cuánto me gustaría que mi Diego (o Tomás o Esteban) pudiera abstenerse de beber como tú lo haces!” Mi esposa probablemente estuviera pensando: “Si ellos solamente supieran cuánto me cuesta su sobriedad.”

Yo era, además, el hombre más inteligente del mundo, en la compañía en donde trabajaba y en mi casa como jefe de familia.

Tenía un solo problema, difícil de entender, y mucho más de resolver. Después de despertarme por la mañana, sintiéndome enfermo, diciéndome y prometiéndome que nunca más sería tan estúpido — ¿Por qué salía inmediatamente para serlo otra vez? ¿Por qué no podía parar después de tomar uno o dos tragos como hacían algunos de mis conocidos? ¿Por qué estaba pensando casi siempre en la bebida de una u otra forma? ¿Por qué no me podía dormir sin estar por lo menos medio borracho?

Si dejaba de beber, ¿Qué haría con mi tiempo? ¿Qué diría la gente si dejara de beber? ¿Qué dirían mis clientes? ¿Y qué de las Navidades, el Año Nuevo, mis cumpleaños sin la bebida? ¿Por qué no podía dejar de beber, yo que siempre había dicho que sí podía? ¿Por qué decía tantas mentiras? Estaba harto de mentiras. Harto de tratar de ser alguien que no era. Me dolía pensar que era adicto a la bebida, como otros lo eran a la droga.

Un hermoso sábado de julio, cuando tenía 34 años de edad, admití repentinamente a un cura la posibilidad de que el alcohol fuera la causa de mis problemas. Nunca había dicho tal cosa a nadie. El cura me recomendó que probara A.A.

Me parece que uno de los puntos más extraordinarios, pero sencillos, de A.A. es el que no tuve que dejar de beber —lo que yo entiendo por “dejar de beber— antes de ingresar en el programa. Creo que, si el programa hubiera preconizado la abstención como yo la entendía, hoy no estaría sobrio.

A.A. nos enseña a vivir sin el alcohol, lo innecesario que el alcohol es, y cómo el alcohol aumenta nuestros problemas.

Para la mayoría de nosotros, es perfectamente natural dar las gracias a otras personas por lo que recibimos. Por ello, es importante para mí, dar las gracias por el regalo más precioso que puedo recibir — 24 horas de sobriedad.

Me llamo Juana y soy alcohólica (agnóstica)

Mis padres me dieron una fe que más tarde perdí. No, no era una fe religiosa, aunque me expusieron a las enseñanzas de dos denominaciones; no me forzaron a aceptar ninguna de las dos. Me aparté simplemente por aburrimiento; mi frágil y superficial creencia en Dios desaparecía en cuanto trataba de pensar en ella. Lo que me dieron mis padres, amándome y respetándome como un individuo con el derecho de tomar mis propias decisiones, fue una fe en los seres humanos.

Luego, viviendo por mis propios medios, tenía todavía la sensación de estar bajo una protección benevolente. Mis jefes (hombres o mujeres) parecían estimarme con la misma bondad con la que me habían estimado mis maestros. Por extraño que parezca, mi buena suerte a veces me molestaba. “¿Qué es esto?” me preguntaba. “¿Despierto en todos un impulso paternal?” Había un elemento dentro de mí que luchaba contra la fe que tenía en la gente — un terco y furioso orgullo, un vivo deseo de independencia total. Con mis contemporáneos, siempre era dolorosamente tímida, una desventaja que, aún en aquel entonces, pude interpretar correctamente como un síntoma de egoísmo — un temor de que los demás no compartieran conmigo la alta estimación que tenía de mí misma.

Esta estimación por supuesto no incluía la imagen de una borracha. A menudo, tengo la sospecha de que el orgullo mata a tantos borrachos como la bebida. ¿Buscar ayuda? ¡Qué idea tan rara! Llegó el día en que mi orgullo fue aplastado (temporalmente), y pedí socorro. Se lo pedí a gente desconocida. Pero mi orgullo, que se engrandecía mientras recuperaba la salud, obstaculizó mis dos primeros intentos de entrar en A.A. Después de haber fracasado una vez más tratando de recupe rar mi destreza como bebedora social, quedé convencida y comencé en serio mi aprendizaje en A.A.

Afortunadamente, me uní a un grupo que dedica sus reuniones cerradas a discusiones de los Pasos. La mayoría de los miembros tenía su propio concepto de Dios; la atmósfera de fe que me rodeaba era tan pronunciada que a veces creía estar a punto de entregarme a ella. Nunca lo hice. No obstante, me parecía que cada discusión revelaba nuevas profundidades en el significado de los Doce Pasos.

En el Paso Dos, el “Poder superior a nosotros mismos” era A.A.; pero no solamente los A.A. que yo conocía. Eramos todos nosotros, en todas partes, teniendo en común un interés, unos por otros, y creando así un recurso espiritual más fuerte de lo que ningún individuo pudiera facilitar por sí sólo.

Al principio, el Paso Tres representaba simplemente lo que sentía al levantarme sin malestar en las mañanas iniciales de mi sobriedad, al sentarme cerca de la ventana mirando al mundo que parecía siempre iluminado por el sol, sin probabilidad inmediata de conseguir un trabajo y, no obstante, con perfecta confianza y felicidad. Entonces, el Paso se convirtió en una feliz aceptación de mi hogar en el mundo: “No tengo la más mínima idea de Quién o Qué dirige el espectáculo, pero estoy segura de que yo no lo dirijo.” Además, lo podía ver como una sana actitud, un enfoque eficaz de la vida. “Si estoy nadando en agua salada y me invade el pánico y empiezo a manotear violentamente y a pelearme con ella, me ahogaré. Pero si me relajo y tengo confianza en ella, me mantendré a flote.”

Aunque el Paso Cuatro no hace referencia a un Poder Superior, para mí la palabra “moral” llevaba una connotación de pecado, que a mi parecer se traduce como una ofensa contra Dios. Así que consideraba el inventario como un intento honesto de describir mi carácter: en la columna en rojo aparecían las cualidades que tendían a lastimar a la gente.

No estoy segura de que estuviera trabajando en los Pasos conscientemente, pero no cabía duda de que éstos surtían efecto en mí. En mi cuarto año de sobriedad, un incidente poco importante me hizo darme cuenta de que había desaparecido mi vieja pesadilla de la timidez. Con asombro, me dije a mí misma: “Me siento cómoda en el mundo.” Ahora, pasados 18 años, sigo sintiéndome así. Durante mi vida, las ventajas de la experiencia de A.A. han pesado mucho más que los años de mi alcoholismo activo.

¿Qué fue lo que superó mi orgullo (temporalmente) y me hizo asequible? La mejor respuesta que puedo dar es lo que mi padre solía llamar “la fuerza vital.” (El era médico de cabecera que había visto brotar y fallar esa fuerza muchas veces.) Creo que está en todos nosotros; anima a todo lo que vive; mantiene girando las galaxias. No es por casualidad que empleara la metáfora del agua salada al hablar del Paso Tres; para mí el mar es un símbolo de esta fuerza. Llego a la más clara comprensión del Paso Once cuando puedo contemplar el ininterrumpido horizonte desde la cubierta de un barco. Me reduce a mi propio tamaño. Siento serenamente que formo una pequeña parte de un vasto e incognoscible total.

Pero, ¿No es el mar un símbolo algo frío? Sí. ¿Creo que se preocupa por el pececillo? ¿Por el destino de un individuo cualquiera? ¿Hablaría con él? No. Una vez, al final de mi vida de bebedora, dirigí tres palabras a algo no humano. En la oscuridad, antes del amanecer, me levanté, me puse de rodillas, apreté las manos, y dije: “Ayúdame, por favor.” Luego, me encogí de hombros, y dije: “¿A quién estoy hablando?” y me volví a acostar.
Cuando conté esta historia a una de mis madrinas, me dijo, “Pero, respondió a tu oración, ¿no?”

Puede que sí. Pero yo no lo siento. No lo discutí con ella, ni tampoco ahora acometo el misterio con pura lógica. Si me pudieras probar lógicamente que existe un Dios personal —y no creo que lo puedas hacer— aun así no me inclinaría a hablar con una Presencia que no puedo sentir. Si yo pudiera demostrarte lógicamente que no existe ningún Dios —y sé que no lo puedo hacer— tu verdadera fe no vacilaría. En otras palabras, lo que concierne a la fe está completamente fuera de la esfera de razón. ¿Existe algo fuera de la esfera de la razón humana? Creo que sí. Algo.

Entretanto, aquí estamos todos juntos — quiero decir todos los seres humanos, no solamente los alcohólicos. Nos necesitamos unos a otros.

Ahora, juntos, todos somos diferentes

Por singulares que sean las historias de este folleto, ¿se dio cuenta de que había un tema que muchas de ellas tenían en común? En las palabras, por ejemplo, de cuatro de nuestros protagonistas:
Luis: “Son mis verdaderos hermanos y hermanas.”

Patricio: “Todos somos seres humanos, alcohólicos, y miembros de A.A.”

María: “Hay un lugar para cada persona que busca ayuda.”

Jorge: “…la gente de todas clases que son Alcohólicos Anónimos.”

Este es el tema que se oye repetidas veces en nuestras reuniones: el tema de la comunidad y del compartimiento. Gloria dice, “nosotros los A.A., llevamos nuestros paraguas con los que protegemos a nuestros vecinos.” La mayoría de nosotros, tarde o temprano, llegamos a expresar esta verdad sobre nuestra Comunidad.

En algunas ciudades grandes, se pueden encontrar reuniones especiales de A.A. — para la policía, el clero, los miembros LGBTQ, reuniones hispanoparlantes, para principiantes, sólo para mujeres. Asistir a algunas de éstas cuando somos novatos en A.A., puede facilitar el camino hacia la recuperación al comienzo; no obstante, parece que los que asisten a todo tipo de reuniones disfrutan de una más sana y alegre recuperación.

Hemos encontrado conveniente no limitar el círculo de nuestros compañeros de A.A. a los que son exactamente como nosotros. Tal segregación da a nuestra “singularidad” un énfasis malsano. Nos parece más agradable y curativo echarnos a la corriente principal de la vida A.A., y mezclarnos con todos, no sólo con los “diferentes”.

Aquí estamos. Todos somos diferentes. Todos somos personas bastante especiales. No obstante, todos somos también alcohólicos, sobrios y unidos en A.A. En esto, tenemos más parecido que diferencia. En A.A. encontramos la humanidad común que nos hace posible llevar nuestras muy diferentes vidas y perseguir nuestros varios destinos individuales. Usted es bienvenido a unirse con nosotros.

LOS DOCE PASOS DE ALCOHÓLICOS ANÓNIMOS

1. Admitimos que éramos impotentes ante el alcohol, que nuestras vidas se habían vuelto in-gobernables.

2. Llegamos a creer que un Poder superior a nosotros mismos podría devolvernos el sano juicio.

3. Decidimos poner nuestras voluntades y nues tras vidas al cuidado de Dios, como nosotros lo concebimos.

4. Sin temor, hicimos un minucioso inventario moral de nosotros mismos.

5. Admitimos ante Dios, ante nosotros mis-mos, y ante otro ser humano, la naturaleza exacta de nuestros defectos.

6. Estuvimos enteramente dispuestos a dejar que Dios nos liberase de todos estos defectos de carácter.

7. Humildemente le pedimos que nos liberase de nuestros defectos.

8. Hicimos una lista de todas aquellas perso-nas a quienes habíamos ofendido y estuvimos dispuestos a reparar el daño que les causamos.

9. Reparamos directamente a cuantos nos fue posible, el daño causado, excepto cuando el ha-cerlo implicaba perjuicio para ellos o para otros.

10. Continuamos haciendo nuestro inventario personal y cuando nos equivocábamos lo admi-tíamos inmediatamente.

11. Buscamos, a través de la oración y la medi-tación, mejorar nuestro contacto consciente con Dios, como nosotros lo concebimos, pidiéndole so-lamente que nos dejase conocer su voluntad para con nosotros y nos diese la fortaleza para cum-plirla.

12. Habiendo obtenido un despertar espiritual como resultado de estos pasos, tratamos de lle-var este me nsaje a otros alcohólicos y de practi-car estos principios en todos nuestros asuntos.

LAS DOCE TRADICIONES DE ALCOHÓLICOS ANÓNIMOS

1. Nuestro bienestar común debe tener la preferencia; la recuperación personal depende de la unidad de A.A.

2. Para el propósito de nuestro grupo sólo existe una autoridad fundamental: un Dios amoroso tal como se exprese en la conciencia de nuestro grupo. Nuestros líderes no son más que servidores de confi anza. No gobiernan.

3. El único requisito para ser miembro de A.A. es querer dejar de beber.

4. Cada grupo debe ser autónomo, excepto en asuntos que afecten a otros grupos o a A.A., considerado
como un todo.

5. Cada grupo tiene un solo objetivo primordial: llevar el mensaje al alcohólico que aún está sufriendo.

6. Un grupo de A.A. nunca debe respaldar, financiar o prestar el nombre de A.A. a ninguna entidad
allegada o empresa ajena, para evitar que los problemas de dinero, propiedad y prestigio nos desvíen de nuestro objetivo primordial.

7. Todo grupo de A.A. debe mantenerse completamente a sí mismo, negándose a recibir contribuciones
de afuera.

8. A.A. nunca tendrá carácter profesional, pero nuestros centros de servicio pueden emplear trabajadores
especiales.

9. A.A. como tal nunca debe ser organizada; pero podemos crear juntas o comités de servicio que sean directamente responsables ante aquellos  a quienes sirven.

10. A.A. no tiene opinión acerca de asuntos ajenos a sus actividades; por consiguiente su nombre nunca debe mezclarse en polémicas públicas.

11. Nuestra política de relaciones públicas se basa más bien en la atracción que en la promoción; necesitamos mantener siempre nuestro anonimato personal ante la prensa, la radio y el cine.

12. El anonimato es la base espiritual de todas nuestras Tradiciones, recordándonos siempre anteponer los principios a las personalidades.

DECLARACIÓN DE UNIDAD

Debemos hacer esto para el futuro de A.A.: Colocar en primer
lugar nuestro bienestar común para mantener nuestra
comunidad unida. Porque de la unidad de A.A. dependen
nuestras vidas, y las vidas de todos los que vendrán.

YO SOY RESPONSABLE…

Cuando cualquiera, dondequiera, extienda su mano pidiendo
ayuda, quiero que la mano de A.A. siempre esté allí.
Y por esto: Yo soy responsable.

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